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Programa 19 de Julio de 2007

  • Editorial


Es posible creer que en la literatura, las palabras más suaves se conviertan instantáneamente, en las más violentas. Que la sangre textualmente escrita, se transforme en rojo dentro de nuestro imaginario y que la palabra terror, termine representándonos, a esta altura de las circunstancias, el estado de dominio en el que nos encontramos. Sólo nos vasta comprender que el término “NO”, es el motor de emancipación que necesitamos se presente.


El proceso es aplastante. Los recursos se extinguen y Josef,
deteriorado ante la incapacidad de su comprensión
se convierte en la presa de Franz Kafka.
Lo terrible resulta ser que aquella presa, simplemente,
somos nosotros.


Le debo disculpas –dijo Josef- y metió su mano en los bolsillos para comprobar que efectivamente se había quedado con poco menos de lo que suponía. El hombre, indignado ante la insospechada retórica de Josef, frunció los ojos, cerró la boca, cedió unos pasos y simulando no haber escuchado nada, se llevó su respuesta. Más tarde, espantado ante tanta soledad y miseria, Josef percibió que sus palabras no habían sido comprendidas. Los hechos discutían la frivolidad de las circunstancias y las muertes, desparramadas de un modo atropellado, ocupaban los lugares predilectos. Si Josef hubiese pensado sólo dos veces su abreviada intervención, habría comprobado lo equivocado de tal asunto. No quiso pensar siquiera en la posibilidad de creer que, efectivamente, su comentario había sido la propia creación de aquel hombre.

Ante la energética conglomeración de preguntas que Josef supo debía hacer a la brevedad, recurrió con su marcha lenta y agotada hacía los alegatos que el hombre tendría que ejecutar. Recorrió pasillos interminables con elevadas paredes inundadas con hongos de humedad y alimañas despreciables que festejaban la descomposición de la escena con el rítmico festín de los que mutilan de a poco los trozos del espacio. Escaleras interminables, oficinas vacías, repletas de papeles y firmas y sellos que escupían sentencias ignotas, y pequeñas ventanas que apenas si lograban ser atravesadas por la luz del día. La grasa en los vidrios y los charcos de sangre en el suelo, hacían el resto.

Josef, con arcadas en el estómago seguía su recorrido sabiendo que debía ser escuchado. Golpeó puertas, pateó tablones de madera que negaban el ingreso a ciertos lugares clausurados y gritó, detrás de un ruego, atención. Nada se le interponía y el hombre, aplastado en su arrogancia, lo esperaba con los brazos cruzados. De tanto en tanto, el graznido de algunas aves decoraban los sonidos del ambiente.

Luego de horas interminables, la última puerta que se encontraba a medio abrir, se le interpuso en su camino. Josef se detuvo, tomó el aire suficiente antes de su ingreso, recordó lo que debía decir y pensando en las supuestas réplicas que tendría que dar, ingresó de una vez y para siempre.

Ya en la radiante habitación, saludó con esmerada cordialidad y dijo:
- Usted sabrá que me he quedado sin palabras hoy por la tarde.
La respuesta fue nula. Él prosiguió:
- Entienda que hemos estado discutiendo sinsentidos durante mucho tiempo y lo lógico sería que logremos llegar a un acuerdo coherente. Mientras la muerte nos rodee, nosotros nos volveremos a encontrarnos.

Durante unos segundos el tiempo se detuvo. Los respiros de ambos quedaron abolidos y el brillo en los ojos del hombre centellaron apocalípticas conclusiones. Más tarde, el hombre se acercó a Josef, lo miró a los pies descalzos y picoteados, le sopló la cara con el humo de un habano extranjero y le palmeo el lomo. Josef, inmóvil y estaqueado, aguardó la respuesta una vez más.

El hombre, sin más, desapareció riendo. Del lado derecho de la oficina, un ave de presa se le acercó a Josef. Se posó sobre su hombro, él lo observó atónito y el animal sin preámbulos comenzó a picarle los ojos. Josef, con la vista disminuida acogotó al águila y desplumó al miserable buitre. El águila y el buitre, convertidos en uno, escaparon para luego seguir con su tarea.

Con la vida chorreándole ya por las rodillas, Josef sólo dijo:
- Señor, ¿usted entiende lo que está ocurriendo? Por que yo, aunque me esmere, no logró soportar la incapacidad que me provoca esta tiniebla.

Grupo Editorial "Al Dorso"