Sobre Camus
Por Diana Della Bruna/Diego Slagter
Todo el barrio estaba amontonado en la esquina, recorrido por un solo y monótono murmullo. Me abrí paso como pude para ver el espectáculo y escuché: ¡Qué infamia! Ahí estaba el colgado, no importaba su rostro, por que sus pies se balanceaban a un metro del suelo, suspendido su cuerpo del árbol más viejo del barrio. Un papel descansaba, boca abajo, a sus plantas. Alguna vez lo había apretado el muerto en su mano.
Atrevido, un niño se adelantó, tomó el papel y leyó a viva voz: ¿Para qué? Preguntó, ingenuo: Eso, ¿para qué? Su madre atravesó ciega la muchedumbre y le cruzó la cara de una cachetada.
Un hombre, sin poder contener la indignación, gritó: “Para trabajar”, y una mujer agregó: “Y para formar una familia”. “Es para acumular dinero”, dijo un comerciante. “Nunca”, contestó un adolescente “Es para encontrar el amor”. “Es para temer a Dios y respetar la ley”, bramó contundente el más anciano. “Eso no es cierto, es para disfrutar y llegar a ser feliz”, dijo el joven artista. “Es para no quedarse solo”, “Es para estudiar y saber más”… Uno a uno fueron dando su opinión y aunque no se pusieron de acuerdo jamás en sus egoístas motivos, todos llegaron a una conclusión: existía realmente un para qué.
Esta tranquilidad les permitió les permitió retirarse a sus casas con la conciencia tranquila, dejando al colgado solo con su blasfemia. Después de todo, era él quien debía avergonzarse.
Me quede un instante parada observándolo. Los demás ya habían desaparecido. Quizás ya habrían prendido la televisión y reunidos en la mesa, estarían riendo y conversando y comiendo y gritando, olvidando. Sólo yo estaba velando al muerto con las últimas luces del día.
Antes de irme también, lo miré y le dije, sabiendo que aun me escuchaba:
- Podríamos haber hecho grandes cosas juntos con tu terrible lucidez. No aguantaste, pobre lobo, extranjero. Y no te supieron entender.
