- Editorial
Un ave, que planeaba por la orilla sur de la isla, se llevó el primer sonido de la mañana. Dentro de un silencio abrumador y solitario, su grito acompaño el golpe simultáneo de las olas sobre las rocas. Era un amanecer limpio. El cielo coronaba los colores de tal modo que a lo lejos, donde el horizonte peca de confuso, todo conspiraba ante una tranquilidad absoluta.
A veces el silencio provoca terror e inunda los espacios con el olor espeso del espanto.
El ave, agonizando en su vuelo plano para quizás más tarde, volver de un aleteo a tomar impulso, giró repentinamente, enredó su maniobra y, perdiendo una pluma, retrocedió su peregrinaje para desaparecer.
El hombre, que había visto la escena se levantó, sacudió su mano limpiándose la arena y dispuso un tranco lento hasta recoger la pluma del animal. La observo, percibió su textura y se la llevó al bolsillo. Tal vez serviría para marcar el viejo libro que había comenzado a leer. Más tarde, elevó la vista y consumió el espectáculo que la naturaleza ofrecía. Hay quienes dicen que si se concentra la mirada por un lapso prolongado en la línea final que divide al mundo se puede percibir la pequeñez del humano o la redondez de la tierra.
A la hora en que las luces del día comienzan a disgregarse dentro del mar, cientos de aves, en un vuelo descontrolado, pasaron sobre la orilla y tal vez augurando lo que vendría, se sumergieron en las profundidades del más allá. El hombre, extrañado, dispuso su regreso.
Camino al hogar, donde las condiciones carecían de comodidades puesto que los últimos seis años habían sido difíciles, vio pasar frente a él un grupo de soldados que se abrían paso ante las familias. La rendición, decían, era un hecho; sólo se debían dar los pasos determinados para que la negociación final concordara con los planes de ambos.
Llegó a su hogar, encendió el fuego de una pequeña chimenea y preparó una infusión. Tomó la pluma de su bolsillo y la colocó en aquel viejo libro. Los últimos seis años habían sido difíciles y su brazo izquierdo perdido, en combate, lo demostraba. La prepotencia del adversario, decían, había llevado a un fuerte cruce entre los militares de altos rangos. El pueblo estaba cansado pero más aún, divorciado de la idea de pertenecer a una colonia occidental.
Un segundo antes de comenzar a beber su té, el hombre, se detuvo frente a una pequeña ventana para comprobar que las calles seguían siendo suyas. Este esquizofrénico acto lo había comenzado a concebir como propio desde hacía unos seis años, puesto que los tiempos eran difíciles.
Miró por última vez al cielo y notó que un color rosado se expandía progresivamente.
Centró su mirada y sintió, sin entender lo que sentía, una opresión en los oídos que lo mantuvo tenso. Después, el mutismo más incierto antes concebido. Fue un segundo eternizando la parábola de Estados Unidos que, decían, tendría un sorpresivo ataque antes comprobado. También, decían, que la destreza apuntaba al temor rojo en oriente.
En ese segundo, la luz se llevó todo.
Todo, se llevó todo.
El hombre, sin saber por qué, supo que al libro no lo terminaría. También supo, que la infusión no llegaría a beberla.
El calor de una onda expansiva lo abrazó. El ardor de un hongo efectivo lo arrancó.