Como estaba previsto, el hombre de la bolsa vino, recorrió los rincones de la habitación especulando con que nadie más entraría, se condujo hasta el lugar indicado (al lugar donde debía ir) y se arremangó los puños. La victima sospechaba ciegamente que ésta, justamente ésta, era la ocasión indicada para que de una vez y para siempre… desapareciese el enemigo.
Habiendo sucumbido en reiteradas oportunidades ante semejante adversari0, lo más prudente era enfrentarlo cara a cara y cerrar el pleito de un modo certero y concluyente. Con la luz tenue de las horas largas, el enemigo tomó su bolsa, tomó su arma y pretendió un golpe seco. En el cuarto donde la trama trascurría el silencio era demoledor. Había, quizás y sólo quizás, un barrilete que al otro día sería remontado, un elefante enorme y violeta, y un sinnúmero de soldados con fusiles a cuesta preparados para actuar, que –desordenados- cubrían el suelo.
Ante el movimiento hostil del adversario, la joven victima actuó conforme a los hechos. De un salto encendió la luz, desparramo las frazadas que cubrían la cama y ganó la batalla. La ganó de guapo. La ganó de valentía.
Dicen, lo que aún comprenden, que el malvado hombre de la bolsa, ante circunstancias de revelación, desaparece repentinamente sin dejar rastros. La victima percibió, minutos después, el aire espeso de la habitación. Es debido no permitirle a las suspicacias tomas semejante terreno… el hombre de la bolsa se fue por donde vino y la historia no volvió a repetirse.
A veces el terror se traduce unívocamente delante de ciertos paradigmas tan similares como opuestos. A veces, el hombre de la bolsa es tan real y palpable como las exigencias intolerantemente impuestas por el occidente imperialista. A veces, sólo a veces… nos sentimos atrapados delante de momias que se llevan nuestro aliento.
Pero a diferencia nuestra, los niños fieles a sus condiciones en la realidad, tienen alas. Tiene alas tan inmensas y lejanas que se les hace simple viajar al mundo de los felices cotidianamente. Se toman de las alas entre ellos y devoran los cielos por horas ignotas. A menudo nos miran (claro que nos miran), se ríen, no comprenden y van a deslizarse oníricamente sobre un tobogán o un sube y baja.
Aquellas personas que alguna vez supieron creer en las palabras humanas alegan, que el día más corto de nuestra existencia es aquel en el que perdemos la niñez. Las razones, vastas por cierto, se reducen sobre ese día. Los pasos adelante sólo tendrán el reloj apretándonos el cuello. Las sombras del péndulo nos determinan y, consecuentemente, nos dictan la supuesta validez de su recorrido.
Cuando niños, inventar es el fiel y esporádico accionar de los días. Inventar las reglas, que luego se mantienen; inventar los códigos, que a fuerza de voluntad se conservan; inventar la justicia, que se apodera simple y lógicamente de las cosas justas, valga la redundancia.
Bajo un susurro delator, posiblemente sea oportuno rebuscar la expresión de niño que hemos olvidado, o abandonado, o relegado. No sería prudente someternos a una teoría recurrente que indica que todos los mayores nunca fueron niños. Tal vez, sólo tal vez, ya esté llegando la hora de correr las frazadas, encender la luz y enfrentar la cara del enemigo.
Grupo Editorial "Al Dorso"